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GARCÍA DE MARINA Y LO QUE LOS DEMÁS NO VEMOS

Por José Luis Argüelles

En su Salón de 1859, Baudelaire reserva para la fotografía el gregario papel de “sirvienta de las ciencias y las artes”. Hoy nos resultan estridentes esas palabras del autor de Las flores del mal, más cuando sabemos de su fina sensibilidad para captar algunas de las mutaciones de la sociedad en la que vivió, aquel tránsito del siglo XIX hacia una sociedad industrial y capitalista con el que las ciudades se convirtieron en una compleja metáfora de las tensiones culturales y económicas de la época. No es extraño que Walter Benjamin le reprochara al poeta, en su Pequeña historia de la fotografía, una manifiesta incapacidad para comprender “las indicaciones que subyacen en lo auténtico de la fotografía”. El filósofo sabía a la altura de 1931 (habían pasado setenta y dos años y una guerra mundial) que “la diferencia entre la técnica y la magia no es sino una variable histórica”, y también que “la más exacta técnica puede dar a sus productos aquel valor mágico que una imagen pintada ya no puede tener para nosotros”.
Las imágenes que capta o provoca García de Marina (Gijón, 1975) desmienten, como antes las de otros artistas raptados por los mundos que surgen de la reveladora unión del ojo humano y del ojo minucioso de una cámara fotográfica, aquel cegato vaticinio de Baudelaire. Son la prueba, por volver a Benjamin (para quien lo “decisivo” en la fotografía apunta siempre hacia “la relación que el fotógrafo tiene con su técnica”), de que la fotografía tiene la capacidad de descubrirnos “espacios inconscientes” propios, de concordar una esfera autónoma y distinta a la del resto de las artes. Ofrece la posibilidad de una interpretación sutil -intelectual y afectivamente elaborada- de lo real o de lo imaginado, igual que hace un poeta con las palabras, un músico con los sonidos o un pintor con sus pigmentos.
Los étimos griegos del vocablo fotografía nos dan algunas claves: una escritura de la luz. Y sin embargo sabemos, desde aquellos pioneros experimentos de Niépce y Daguerre, cuánta importancia tiene la sombra -y las sombras- en la imagen que nos hacemos de las cosas. García de Marina es de los que buscan más allá de esa frontera. A este fotógrafo autodidacta, de fulgurante trayectoria (en apenas tres años ha pasado de hacer las tópicas fotos familiares a desplegar una muy personal visión plástica y conceptual), le interesa precisamente lo que está detrás o en los bordes de la luz, todo aquello que el ojo perezoso y refractario a lo insólito suele ignorar, según he escrito ya a propósito de este artista notable por su agudeza para recoger en sorprendentes composiciones la extrañeza de lo cotidiano, la poética de la insospechada relación que establecen entre sí los más diversos materiales, la ambigüedad de las señales con las que nos comunicamos, el relato oculto de las cosas que nos rodean.
Tuvo su epifanía el día que en vez de fotografiar tal cual el magno edificio de Laboral Ciudad de la Cultura, historiada piedra inmensa en las campas de Cabueñes, optó por captar la visión del inmueble en la curva elástica de un ojo atento, como si el edificio fuera una fantasmagoría, una cifra monumental, una ecuación de luz, volúmenes y tiempo en el revés de la percepción. Aprendió ahí, en ese instante decisivo, que el arte es siempre una encontrada o buscada revelación que aporta una manera más compleja (y más completa) de filtrar y entender el mundo. Desde entonces, García de Marina no ha dejado de afinar las claves poéticas y técnicas que sustentan su depurada propuesta conceptual. A este artista le bastan unos pocos y humildes elementos para construir sus greguerías fotográficas, las metáforas de una cosmovisión presidida por la magia, la ironía y la ambigüedad con que vincula los objetos de sus personalísimas imágenes. Estamos, en fin, ante un fotógrafo que sabe captar como pocos todo lo que los demás no vemos. Es un talento tan raro que sólo podemos alegrarnos de que suceda aquí mismo, ante nuestra mirada.